Una historia de tantas
Tenía 8 años cuando mi familia y yo nos mudamos a la Caleta, a un ático desde donde podía divisar, muchos domingos de invierno, unas luces que iluminaban el viejo «Los Cármenes». Yo por entonces no sabía qué era aquello. Y decidí averiguarlo.
No recuerdo cómo ni en qué circunstancias pude escapar de casa y llegar hasta aquella glorieta llena de motos, desde donde se divisaban los arcos del viejo campo y donde un vecino me preguntó qué hacía allí solo. Yo no contesté, demasiado absorto mirando cómo un tropel de gente entraba al recinto. «Anda, venga, entra conmigo, que los niños no pagan».
Fue así como descubrí mi primera sensación en un estadio. Ese imponente olor a césped y los gritos de los viejos, los marcadores de tablilla y el ruido del dolor del futbolista lesionado. Todo aquello se metió tan dentro de mi cabeza que ya no podía pensar en otra cosa.

Pasaron los años y mis compañeros del instituto solían acompañarme, ya en el nuevo campo, a ver partidos, casi siempre infumables. Me fui quedando solo y aún recuerdo las risas de mis amigos, por abandonar una comida de navidad en los postres, para ir a ver «a esos mataos», en un Granada-Manchego con 400 espectadores en la grada.
NO ESTABA SOLO
Allí estábamos pocos, gradas desiertas con pequeños «islotes», personas como yo que aguantaban el frío y el ambiente desangelado con tal de celebrar, si tocaba esa tarde, un gol del Granada C.F. Menos mal que en los descansos podía recrearme con la revista del joven y prometedor periodista Sergio Yepes o viendo ondear la bandera a Jorge y su familia. No los conocía, pero allí estarían seguramente los padres de mi amigo Diego, quien con 12 años escapó en un autobús a Murcia para ver al Granada C.F. y del cabreo quería volverse andando. También estaría el padre de Noe, esa rubilla que he visto crecer en el estadio. O el «Meni», un hombre que piensa que no hay kilómetros suficientes que lo alejen de su equipo.

Más tarde, cuando parecía que la historia del club nunca iba a cambiar, cambió, a peor, y bajamos a los infiernos. Allí, un grupo de filipinos se puso a cantar, y bien fuerte, un grupo de locos, ávidos de gritarle al Granada C.F. que lo querían. Rocío, Ángel, Enrique, Lourdes y tantos otros se dejaron, literalmente, la garganta sobre el verde, en los albores de lo que hoy llaman «grada de animación».
LOS QUE YA NO ESTÁN
Llegaron los buenos momentos. El gol de Amaya, que ponía el 2-0 contra el Alcorcón, era la antesala de la gloria. «Por tí, papá, lo vamos a conseguir», dijo, a media voz, un hombre detrás de mí en la grada. Aún recuerdo aquel momento que me heló la sangre y no puedo evitar pensar ahora en esa otra chica, Lidia, que también, como aquel hombre, sigue yendo al campo con su padre, aunque él ya no esté.
TIEMPO DE DISFRUTAR
Todo son recuerdos de un tiempo pasado que queda para la historia, una historia en rojiblanco que ahora toca disfrutar, en la élite, entre masas, tiempo para brindar con Vicente y esa peña de históricos aficionados que nunca beberá sola, o con Román, María, Paqui y ese grupo de mujeres del «frente preferente» del Granada que ponen guapo al club con su presencia.
El Granada C.F. ya no está solo, es un punto de encuentro de muchas almas ilusionadas. Unos pocos, en aquellas gradas desiertas, quisieron que así fuera.
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